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—Quiero escuchar mi canción favorita, le dije a ella.

Entonces sonreí ante el ritmo de aquella melodía, tan suave y llena de recuerdos.
Poco a poco, sentí mi mano cayendo, mi pulso se fue desvaneciendo, la muerte subió a la cama conmigo.
Todo esto mientras mi amada esposa no dejaba de cantar, a pesar del llanto.

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Respiro alegre, tranquilo y agradecido cuando estoy contigo, mis manos se colman de profundos suspiros y mi alma danza a la par de los grillos al caer la noche en tus ojos dormidos.

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Cuántas noches no te he cobijado en mi regazo y he dejado mirtos y amapolas en tu pelo para llenar de ensueño tu descanso, ¡y cómo suspiro con hacerlo! No hay otra ternura más noble que la de trenzarte el cabello con el aroma de mi cariño y el frescor de mi aliento, éste que te respira cuando se hunde en tus sueños para hacerte la cama una nube de puro encanto.

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El firmamento tiene los colores de tus maneras, sublimes azules, blancos prístinos y delicadas perlas… y todos los beso cuando mis ojos te encuentran vagando entre los rayos del Sol y el candor de las azucenas.

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Ella se recostó en la cama, acariciada por el sol de un atardecer que se moría. Cerró los ojos y el sueño la sedujo.
Sonidos grotescos la despertaron al anochecer. Gruñidos y arañazos que llegaban desde el exterior. Ella miró por las ventanas y descubrió una horda de muertos alrededor de su habitación, estampándose contra las paredes y ventanas, intentando entrar, rugiendo enloquecidos.
Entonces se levantó rápidamente y se puso una bata mientras aquellos gritos bestiales se filtraban por cada rendija. Apresuradamente, corrió hacia la puerta y la abrió de golpe.
—¡Ya, ya, tranquilícense maldita sea! Sólo me quedé dormida un rato, ¿está bien?
Los muertos se calmaron y empezaron a seguirla en silencio.