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Al momento del impacto, una mujer salió disparada del coche, quedando tirada sobre la avenida.
El conductor se desmayó por un momento, pero despertó completamente ileso.
Salió del auto y notó a la mujer en el piso.
Se acercó a ella, pero para su sorpresa, ésta se levantó por sí misma, le sonrió, caminó lentamente… y volvió a meterse en el ataúd.
El conductor del coche fúnebre quedó paralizado.

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¿Qué tienes que al abrir los ojos sigo mirándote resplandecer frente a mí? Y es que sé que he despertado, pero tú sigues a mi lado como esa estrella diurna que no se separa de mi lado. ¡Qué bendecido soy! ¡Qué afortunado! Tengo la protección de un ángel que destellea en esmeraldas y azules al posarse ante mis ojos con esa etérea forma que el ocaso frente al mar hace palpable.

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Oh, tus besos, como sagradas cuentas de un rosario, van rozando mis dedos con trémula devoción al tanto que te rezo con los ojos serenos y los labios abiertos para dejar entrar con mi aliento la bendición de Tu eterna consagración.

Sentir…

Percibir el roce de tu tacto, el tibio dulzor de tu presencia en un beso sosegado, la humedad de tu mano al tomar la mía y llevarla a tus labios, el palpitar de tu pecho al pegarte a mí en un abrazo apretado, la esencia de tu perfume al descansar a tu lado.

Eso es sentir, eso es vivir.

Aceite y sangre

En tumbas de oro y lapislázuli
cadáveres de santos y santas exudan
aceite milagroso, fragancia de violeta.

Pero bajo los pesados túmulos de pisoteada arcilla
yacen cuerpos de vampiros pletóricos de sangre;
sus mortajas están ensangrentadas y sus labios húmedos.

Cambio

La prostituta extiende el brazo. El taxi se detiene. El rostro recargado de maquillaje asoma al interior.
—Hola, guapo, necesito ir al centro. ¿Te puedo pagar con un servicio?
—No, señorita, no tendría cambio para darle.
—Ja, ja, ja…. Muy simpático. ¿Qué dices?
El hombre tamborilea en el volante.
—Igual estoy dando vueltas y no sube nadie. Vamos, la llevo gratis.
—¡Ay, qué lindo! —La prostituta sube al asiento del copiloto. El auto parte—. ¡Eres un ángel!
—Nada de eso. Yo sólo… —El taxista le dedica una breve mirada y vuelve a concentrar su atención en el camino. Sonríe—. Sólo digamos que soy un buen samaritano.
—Sí, claro. Pero, oye, no quiero que creas que soy una aprovechada. Vamos, te pago. —Una mano de uñas largas y rojas se posa en el muslo del conductor. La otra se introduce en el bolso que trae sobre la falda—. Acá tengo muchos preservativos.
—Señorita, no quiero ser grosero, pero estoy conduciendo, podemos chocar. Y, de verdad, no hace falta que haga nada.
—Vaya, eres todo un caso. ¿Gay?
—¿Ah? Ja, ja, ja… No, soy casado.
—¿Y? Casi todos lo son.
—Bueno, yo no sé de los demás. Pero yo estoy felizmente casado.
—¡Vaya! ¿Siempre has sido un hombre tan ejemplar?
El taxista suspira, sin apartar la vista del camino.
—No, señorita, no siempre fui tan «ejemplar».
—¿Me quieres contar? Soy buena escuchando. Es parte de mi trabajo.
—Bueno, cuando era joven fui muy estúpido. Hice algunas cosas malas.
—¿A alguna muchacha?
La voz del hombre sale enronquecida.
—A la muchacha más buena del mundo. Le arruiné la vida. No he dejado de arrepentirme un solo día. Pero ahora he cambiado. Ahora tengo una hija. Ella tiene la misma edad que tenía esa muchacha entonces. No me gustaría que nada la hiciera sufrir.
—Entiendo. —La mano sale del bolso—. Oye, cambié de opinión: déjame acá, por favor.
—¿Segura? Yo no tengo problemas con llevarla más allá.
—Sí, segura.
—Bien. Oiga, ¿está bien?
—Sí, guapo, gracias. Y mucha suerte.
—Gracias. Igualmente.
La prostituta desciende del vehículo, que parte y da la vuelta a la esquina. Cuando se ha alejado lo suficiente, deja de reprimir su llanto. Vuelve a meter la mano al bolso, extrae el arma y la arroja a un montón de basura tirado en la vereda. Finalmente, no pudo vengarse del hombre que tanto daño le hizo alguna vez. Llora con fuerza, de manera convulsiva.
Perdonar también duele.
El auto reaparece por el otro lado de la calle, a toda velocidad. El taxista saca un arma y dispara al pecho de la prostituta. Ella cae de rodillas. Lo último que ve es la mirada de triunfo de él. La había reconocido, claro.
—¿Querías matarme? ¡Yo te mato a ti! ¡Toma tu cambio, perra!
La prostituta se desploma en la vereda. Todo se oscurece. Morirá tirada en la basura, piensa.
Sí, perdonar puede ser muy malo.

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Te miro a ti.

Te huelo a ti.

Te siento a ti.

Te bebo a ti.

Te toco a ti.

Te como a ti.

Te hago a ti.

Te respiro a ti.

Te sueño a ti.

Te pienso a ti.

Te amo a ti.

Me acuesto en ti.

Pacto con el diablo

La centenaria catedral de la ciudad de Tlaxcala con mas de cuatro siglos de existencia, ha contemplado imperturbable el paso de muchas generaciones que han dejado en sus canteras, el recuerdo de tantos y tantos aconteceres que transformados en consejas y leyendas llegan hasta nosotros con el rancio sabor de tiempos idos, para enriquecer el folklore de esta Tlaxcala nuestra al que todos amamos con pasión.
Ahora nos ocupamos de unas de sus leyendas, que transmitida de generación en generación, se conserva en la memoria de los ancianos como perla escondida en relicario secreto.
Varios escritores se han ocupado de ella, como don Luciano López Negrete y Desiderio Hernández Xochitiotzin que con pequeñas variantes la narran magistrablemente como lo hizo una noche de primavera mi abuela paterna, la señora doña Justina Santos Urbina, quien rodeada de nietos y amigos de la familia a la luz de los rayos de una luna abrileña en plenilunio nos contó:
Transcurría la primera mitad del siglo XVIII por los años de 1738, cuando la noble y callada ciudad colonial de Tlaxcala, se entremetió con la noticia de que en el interior del sacro recinto de la Basílica de Nuestra Señora de Ocotlán, se había presentado un hecho insólito, terrorífico e infernal que crispó los nervios de autoridades civiles y eclesiásticas, así como de la tranquila población de la comarca, al saber que Juan Pérez de Toledo Y Mendoza y en su arrepentimiento y afán de nulificar el trato que tenia con el diablo, había quedado muerto dentro de la misma basílica. Al decir de mi abuela, el mencionado Juan Pérez de Toledo, era un hombre dominado por el vicio y la ambición, rico de nacimiento que dilapido inmensa fortuna entregado al vino, el juego y las mujeres y toda clase de vicios que puede cargar sobre un ser humano.
Es ley natural del universo que todo tiene principio y fin, circunstancias que llevó a la miseria a Juan Pérez, quien al mirarse abrumado por la pobreza y el vicio, optó por recurrir al robo y el asesinato para satisfacer sus insanas necesidades y mitigar la falta de recursos que lo acosaba en todas partes.
La justicia lo perseguía, la indigencia y el vicio lo seguían dominando y en un arranque supremo de desesperación y angustia, tratando de encontrar una solución mágica a sus problemas, recurrió a pedir el auxilio al diablo.
En un lugar distante de la ciudad, allá por el oriente, donde hacían cruz los caminos y cuando la campana mayor de la basílica sonaba las doce de la noche, aquel hombre solo y en la oscuridad llamó tres veces a Satanás, supremo señor de las tinieblas quien envuelto en un torbellino de viento y polvo, llegó con traje de la época, totalmente negro, rostro cadavérico donde brillaban un par de ojos rojos que despedían fuego. Después de un breve intercambio de palabras, Juan fue envestido de poderes sobrenaturales para obtener dinero, vino y mujeres en abundancia, con el solo hecho de pedirlos con el pensamiento. El hombre continuó con su desordenado vivir, entre tanto, el tiempo seguía su curso en sucesión inevitable de días y de noches, haciendo envejecer al personaje del relato. Hasta llevarlo a la vejez absoluta, cuando ya no podía ni con su persona, menos aún con sus vicios y vida disipada.
Cuando el tiempo madura la existencia de los seres humanos, como hace madurar los frutos en las plantas, llega la reflexión, el arrepentimiento a las acciones equivocadas y por fin el ser se encuentra consigo mismo, entiende mucho de los secretos del universo, y se comunica espiritualmente con el ser superior de la creación, tratando de entender el misterio de la muerte, como fin de la existencia y principio de la eternidad.
En ese supremo instante de arrepentimiento y vergüenza personal, el personaje de esta leyenda sintió la necesidad de romper el compromiso contraído con el diablo y pretendió burlar el pacto, penetró en la basílica, se acercó a un sacerdote pidiendo confesión y cuando todo estaba dispuesto para llevar el sacramento, arrodillado frente al confesor, repentinamente el pesado confesionario con todo y el clérigo que estaba sentado en el mueble, fue levantado bruscamente colocando la puerta al lado de la pared y dejando a quien pretendía confesarse en la parte de atrás, el cual cayó muerto de manera fulminante con el asombro de que el confesor que aprisionado dentro del confesionario empezó a gritar pidiendo a Dios perdón y misericordia. Poco tiempo después, el sacristán y demás autoridades del templo rescataron al sacerdote y levantaron al muerto, el cual daba aspecto de haber sido quemado, como fulminado por un rayo y despedía un desagradable olor a azufre.
La noticia se extendió en la ciudad como reguero de pólvora y el confesionario aborrecido por todos, fue sentenciado al olvido, permaneciendo por siglos en un pasillo de la sacristía de los curas. En un hermoso y pesado mueble de madera, primorosamente tallado precisamente en el siglo XVIII, luce actualmente rehabilitado y colocado en la nave derecha de la basílica cerca de la sacristía de la hermosa y majestuosa Basílica de Nuestra Señora de Ocotlán.

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Porque me atrae tanto tu alma con esa singularidad que ebulle con honesta intensidad, porque yaces dentro de mi ser externo como cada partícula y filamento en los que te reconoces como Yo, porque en la energía que Somos hay una perfecta complicidad, porque no hay un dios sino un Todo existencial que nos ha formado de Su esencia con sagrado respeto a Su propia diversidad.

La estación de gasolina

Primer turno nocturno en una pequeña estación de servicio en una carretera, yo era el encargado de la tienda. Me tocó atender solo ya que durante la noche pocas personas pasan a comprar, además estaba bastante lejos de cualquier poblado, una carretera por dónde solo pasaban camiones y uno que otro viajero. Los federales de camino estaban afuera, de vez en cuando venían aunque sólo para entrar al baño o a resguardarse del frío que hacía afuera.
Como había pocas personas que pasaban a comprar me puse a mirar mi teléfono, eso me distrajo hasta que escuché la puerta abrirse, creía que era alguno de los despachadores, pero para mi sorpresa fue una chica muy linda quien había entrado. Su cabello era de color negro, bastante lacio y su piel era clara, sus ojos eran grises, pero reflejaban mucha tristeza.
-¿Puedo usar el baño?-, me preguntó de una forma muy monótona.
-Por supuesto- le respondí. -Son 15 pesos.
Ella se acercó al mostrador y me pagó con un billete de $20, luego se fue caminando hasta el baño. Pasaron cinco minutos cuando uno de los federales entró a la tienda y me dio una sonrisa como saludo. Le comenté de la chica que había entrado, como para saber si venía sola o en qué auto había llegado. El oficial me miró fijamente con cara de duda y me dijo que ningún auto había entrado a la estación desde hace por lo menos una hora. El otro federal entró a la tienda, él era un hombre ya mayor y muy serio, como me entró la duda respecto a la mujer que había entrado le pregunté lo mismo que al otro oficial, pero me dijo lo mismo, llevaba más de una hora sin pasar ningún vehículo.
-Ya sé -les dije fingiendo risa. -Se pusieron de acuerdo para hacerme una broma.

-Compa- respondió el mayor. -De verdad que no hemos visto ningún vehículo hace mucho rato.
Habían pasado unos quince minutos desde que aquella chica había entrado al baño y no salía, cosa que levantó sospechas. Fui directamente al baño de mujeres a llamar a la puerta,
-Un momento -se escuchó la voz de ella. -Salgo enseguida.
Eso me tranquilizó, volví al mostrador y noté que no había guardado el billete en la caja, noté que estaba muy maltratado, incluso manchado.
Lo guardé en la caja y al terminar escuché un fuerte grito, los federales que seguían dentro también lo escucharon, supimos de inmediato que venía del baño, corrimos a ver y abrimos la puerta. Al entrar nos dimos cuenta que el baño estaba completamente vacío, el lugar no tenía ventanas.
En la mañana, al llegar el siguiente turno, le hablamos de lo sucedido la noche anterior al supervisor, pedimos revisar las cámaras y descubrimos algo aún peor; aquella chica nunca entró al baño, siempre estuvo en la tienda al lado de nosotros, incluso después del incidente del grito, sólo estaba ahí de pie mirándonos fijamente desde una esquina.

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Te digo que te quiero, te repito que estás en mí como yo en ti. Te confieso otra vez que estoy enfermo de ti, que me eres necesaria como un vicio tremendo imprescindible, exacta, insoportable. Y eres mi salud, mi fortaleza, mi canto puro, mi alma intacta. Devengo ser en ti. Soy cosa, cielo, infierno, tabú, divinidad. Soy en ti lo contradictorio y lo simple. La última esencia, el uno, la realidad.

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Me encanta su sonrisa, para mí es la mejor, me encanta su voz y amo escucharla, en pocas palabras es mi todo, y daría cualquier cosa para que ella deje de pensar que no vale nada, sacaré mi mejor versión, me enfocaré en ella todos los días, la haré sentir lo que realmente es, haré que vuelva a creer en sí misma, que vea sus virtudes y trabaje en sus defectos, que vea que es arte, que vea que lo es todo, que es mi todo.

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Una flor venenosa brotó
del círculo del gusano urinario
vertido profundamente
en las salas del silencio.

Un caso mucho mayor
que el milagro de la vida
un anhelo de muerte,
en silencio habla.

Muy por debajo de las raíces
de la montaña y la tumba del difunto
más allá de la vida misma,
a pesar de que vino de ella.

Allí están las espinas
que palpitan en nuestros pechos
en noches de estrellas
cuando llega el verano de otoño.

A través del tejido y la médula
como un picor antiguo
como el hombre de la cal
y su canción fantasmal

Similar a la saliva, la saliva
en el sexo de los cadáveres.

Un desafortunado insulto
a la intrusión de la fornicación
¡Helios! ¡Horlykta!
¡Maldición debe ser!

¿Para qué sirve su luz cuando el día es demasiado largo?
Y el signo del cielo sólo da consuelo
porque ellos reportan el infinito,
el paso eterno.

Por el bien de la gloria no se puede negar
ahora se despegan los techos
¡Lemmar cede! ¡Tu tiempo se ha acabado!
Como hojas de pescado,
en los tallos de la tumba de flores.

Detrás los muros de las granjas
en el borde del bosque
La forma de un fantasma
que el destino lleva.

Abre tu puerta
y deja que se apague el fuego
porque es la muerte, hijo mío
¡y tu hora ha llegado!

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El ser no se encuentra al final del tiempo, como muerte, según Heidegger; ni al comienzo, como placenta cálida y segura, según Sloterdijk; ni como inconveniente antes de nacer, según Cioran, sino como ser que reúne en sí mismo a todos los demás, como lo dijeron los vedas y recreó mucho Borges en sus cuentos.

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Sentí un tacto frío sobre la nuca, mi sobresalto fue innegable y la tensión se hizo presente cuando una voz áspera salpimentó el encuentro con un breve pero claro mensaje.
—Actúa normal, continúa avanzando, si quieres salir vivo de ésta no voltees y entrégame todo lo que tengas—. Vaya momento escogió este pobre tipo, pensé; revoloteé en mis bolsillos y encontré unas cuantas monedas, me quité el anillo de graduación —que por cierto era de acero inoxidable— y unas gafas de sol —imitación— que traía para cubrir las ojeras resultado de los desvelos, por último saqué el celular —gama básica— del bolsillo… Extendí todo aquello en su dirección y esperé a que lo tomara.
—Dije todo lo que tengas— espetó y apretó el cañón con más fuerza sobre mí, supuse que se refería a la cadena —de fantasía— que colgaba a un costado de mi pierna derecha con un llavero y un viejo pendrive en donde tengo respaldados mis escritos… Tomé el manojo de llaves, zafé la cadena de la trabilla del pantalón y pensé —todo lo que tengo es un corazón hecho añicos, una mente poblada de fantasmas y un alma atormentada por demonios, si eso es lo que quieres, todo tuyo—. Volví a extender la mano y sentí unos dedos ajados y torpes arrebatarme aquél ramillete de triques sin valor.
—Lárgate— dijo aquél hombre, con una voz intranquila. Pensé que me hablaba a mí y comencé a avanzar en silencio, —lárgate, tú también lárgate, déjenme en paz— repetía cada vez más inestable. Me fue inevitable voltear; el cuadro fue cuando menos desconcertante, aquél hombre daba manotazos al aire y hablaba hacia la nada, apuntaba con su arma a un lado y a otro… cada vez más enloquecido.
Yo, contrario a ello, sentía una paz inentendible… —Un corazón hecho añicos, una mente poblada de fantasmas, un alma atormentada por demonios— recordé haber pensado eso y comprendí lo que acontecía frente a mis ojos… quizá demasiado tarde; se escucho un último grito, lloroso, aterrado, escalofriante. Acto seguido sonó el percutor del arma y la consecuente explosión, el tipo calló de súbito y se desplomó al suelo con la cabeza perforada, aquel cuerpo herido se retorcía en una danza mortuoria.
Me acerqué al pobre sujeto y vi un rictus escalofriante, le quité la cadena con las llaves y el pendrive de entre las manos. Sentí los desvelos volviéndome a pesar, el corazón hecho añicos de nuevo, oí a los fantasmas furiosos gritando improperios y los demonios sádicos riendo complacidos. Todo dentro de mí.
Retomé la marcha de vuelta a casa, las lágrimas que no había llorado en meses se hicieron presentes —a mares indómitos—, también a mares empezó a salir la gente de sus casas y comercios cercanos. Algunas voces de fondo trataban de averiguar lo ocurrido.
—Pobre tipo— pensé mientras seguía avanzando. Cada vez más ensimismado, caótico y lacrimoso; sólo había algo que tenía —sobremanera— claro, no lloraba por mí, lloraba por el amargo destino de aquél incauto.
—Es tu culpa— gritó lacerante uno de mis demonios. Los demás se unieron a aquél corifeo despiadado.
A mitad del camino escuché un enjambre de patrullas, pensé que venían por mí. Resignado frené mis pasos, pero ellas siguieron de largo. Cuando llegué a mi departamento, saqué las llaves de la bolsa, hasta entonces me percaté que en mis manos había sangre.
—Here’s the smell of the blood still: all the perfumes of Arabia will not sweeten this little hand— dijo el más arcano de mis demonios, citando a Lady Macbeth.

El niño

—Querido, otra vez el niño se volvió a meter a nuestra cama.
—Sí, querida, ya lo sentí. Déjalo, tendrá miedo o frío o se sentirá solo.
—Ay, pobrecito, no puede descansar. Yo te dije que le hiciéramos una misa.

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La ignoré incluso cuando vino y se sentó a mi lado, a pesar de que todos los demás asientos estaban vacíos. De hecho, éramos las únicas personas que había en el bar, sin contar al camarero.

Pastillas

Empezó de repente. Las nuevas pastillas contra el insomnio estaban funcionando en él, pero esa noche justo antes de dormir un tenue sonido no lo dejaba conciliar el sueño. Se incorporó de la cama y con una linterna que siempre tenía a la mano buscó al bicho molesto que, según él, era el causante de su desvelo.
Buscó y rebuscó, por allí y por allá, entre sus almohadas y debajo de su cama y no lo halló. No había escuchado antes ese tamborileo. Tomó una pastilla más a sabiendas que no era aconsejable, pero no toleraría una noche sin dormir. Desde que supo lo reconfortante que era dormir de un tirón no iba a retroceder en su afán de ser como los demás que duermen hasta en el bus.
Pudo conciliar el sueño. Cerró los párpados y al minuto abrió los ojos y ya había amanecido. No entendió lo que había pasado. Deambuló por las habitaciones de su casa. Estaba en la realidad, no era un extraño sueño. Salió a trabajar, no se sentía cansado, pero sí diferente.
Al término de la jornada un gran bostezo le destapó los oídos. Un sonidito de tambor inició cerca a sus orejas. Era muy parecido al sonido que hace una tijerilla. Le irritaba, le molestaba, porque cada vez se hacía más fuerte.
Se puso el pijama y presuroso tomó no una sino dos pastillas para el insomnio. Estuvo por varios minutos esperando dormir echado en su cama, pero no llegaba el ansiado sueño. El sonido de tambores había cesado ¡por fin! No contento con eso pensó seriamente en tomarse una tercera pastilla. Esperó una hora dando vueltas en su cama, se incorporó y paseó por su cuarto. Sintió sed y fue a la cocina. Bebió el agua y el sonidito se reanudó, era en vano buscar a algún bicho responsable. Fue a su cuarto a tomar la tercera pastilla. Esperó mirando la pantalla de su móvil a que pasasen diez minutos mientras el sonido de tambores se hacía cada vez más fuerte.
Una palmada en la cabeza le ayudó. El ruido repetitivo iba y venía intermitentemente. Se percató que ese sonido era interno, estaba dentro de su cabeza. Los golpecitos que se daba a sí mismo eran gratificantes. Fue aumentando la intensidad de los golpes hasta que terminó dándose cabezazos contra la pared. Sentía que la somnolencia se acercaba y que al fin podría descansar. Para acelerar el trámite se dio un gran golpe en la cabeza.
Su cuerpo sin vida fue descubierto en la mañana siguiente. Su rostro con los ojos cerrados y una grotesca sonrisa adornaba lo horripilante de su cráneo partido y la sangre seca esparcida por su rostro.

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Y entonces, o se corta o todo se convierte en una tregua infernal: dos personas viviendo juntas sin el menor sentimiento entre ellas. Creo que es mucho mejor vivir solo que eso.