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Ella se recostó en la cama, acariciada por el sol de un atardecer que se moría.
Cerró los ojos y el sueño la sedujo.

Sonidos grotescos la despertaron al anochecer. Gruñidos y arañazos que llegaban desde el exterior. Ella miró por las ventanas y descubrió una horda de muertos alrededor de su choza de madera, estampándose contra las paredes y cristales, intentando entrar, rugiendo enloquecidos.
Entonces se levantó rápidamente y se puso una bata mientras aquellos gritos bestiales se filtraban por cada rendija. Apresurada, corrió hacia la puerta y la abrió de golpe.

—¡Ya, ya tranquilícense, maldita sea! Sólo me quedé dormida un rato, ¿está bien?

Los muertos se calmaron y empezaron a seguirla en silencio.
De su bata negra, la muerte sacó una flor y comenzó a masticar unos pétalos de cempasúchil. Todo esto, mientras guiaba a los difuntos hacia el mundo de los vivos para realizar su visita anual.

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Roberto bajó una tercia de reyes.
—¡Te gané! ¡Te gané! Ahora cumple tu promesa.

La muerte enfureció, se levantó y tiró la mesa junto con las cartas. Lo miró y, en un ataque rencoroso, metió la manó en su corazó.

Mientras moría, Roberto giró la cabeza y observó a su pequeño hijo en la cama, temblando con los ojos cerrados.
Pronto se recuperaría.
La muerte había cumplido.

Solamente le hubiera gustado despedirse.

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Mi frágil cuerpo intentaba reincorporarse, doliente, entre el monstruoso caos.

La cita venía perfecta y, luego de la tercer copa de vino, desperté en el silente sitio, empapada en un charco de sangre y con una cruda y fresca cicatriz en el lateral de mí hinchado vientre.

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Mi frágil cuerpo intentaba reincorporarse, doliente, entre el monstruoso caos.

La cita venía perfecta y, luego de la tercer copa de vino, desperté en el silente sitio, empapada en un charco de sangre y con una cruda y fresca cicatriz en el lateral de mí hinchado vientre.

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Uno, dos, tres…

Comencé a contar, mientras los niños se apresuraban a ocultarse.

El bosque tupido era ideal para las escondidas; me encantaba verlos correr despavoridos, antes de alcanzarlos con mi hacha. Me sentía un lobo olfateando su próxima comida.

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Era bueno tener algo de compañía para variar. Mi esposo había fallecido hace unos años y nunca habíamos tenido hijos, por lo que una presencia más en la casa era tranquilizadora.

A veces teníamos nuestros malos momentos, como todos, pero nada que un poco de carne humana para cenar no lo tranquilizara.

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Vagaba olvidado, a destiempo.

El eclipse dominaba la desolada vía, entretanto la densa humareda asaltaba y creaba espasmos en mi raquítico y devastado cuerpo.

Aún lograba padecer el ardor en mi magro cuello, engalanado por la gruesa soga, mientras los penosos gritos y lamentos inquietaban mi futura estadía.

Satanás bramó una cruda carcajada, en el instante en que me presentaba el portal al eterno averno.

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Desperté aturdido, con el médico a mi lado, aliviado y sorprendido, pues, según sus palabras, era un milagro que sobreviviera al choque.

Lo observé en silencio mientras llegaba la enfermera, sin el valor de poder aclarar que aquel «accidente» no había sido como suponían.

Esa fría noche, luego de notar que el veloz vehículo se aproximaba, arrojé mi cuerpo delante de las brillantes luces, suplicando acabar con todo de una maldita vez.

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El tic tac del reloj me estaba enloqueciendo. La pandemia me obligaba a estar encerrada, por lo que pasaba gran parte de mi día observando la gente desde la ventana, mientras fumaba para intentar saciar el hambre y la ansiedad.

Esa noche de tormenta fue cuando no pude más y tomé la decisión de una vez por todas.

Los truenos ocultaron los gritos de mi esposo al clavarle mis colmillos en su jugoso cuello.

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Se sentó plácidamente, leyendo el diario, mientras se horrorizaba por las crueles noticias del día.

—El mundo está cada vez más loco — murmuró para si mismo, mientras su esposa e hijos yacían calcinados en el oscuro y frío sótano.

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La paga era buena, por lo que no creí conveniente realizar demasiadas preguntas.

Luego de firmar un sinfín de papeles, el trabajo realmente era sencillo: solo tenía que sentarme a unos cuantos metros, con la luz tenue, y leerle un cuento cada noche.

Aparentemente, eso calmaba a la bestia.

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Me había acostumbrado a oír sollozar a mi esposa en el pasillo. Ella sufría una depresión muy fuerte que, a pesar de tratamientos y demás, nunca pudo calmar.

El problema era que yo necesitaba dormir y ella claramente aún no aceptaba su muerte.

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Nuestro pequeño hijo despertó llorando, una vez más, implorando tu regreso.

«¿Acaso él sabía que no volverías?», pensé apenado, mientras tu cuerpo reposaba silente, entre las begonias del jardín, luego de aquel día funesto.

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6 años transcurrieron desde que el sigiloso virus había mutado en algo mucho peor.

Esa mañana, luego de besar la fotografía de mi finada esposa e hija, cargué la mascarilla y mi tajante hacha.

Debía buscar alimento y no permitiría que ellos ganaran.

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Luego de girar el picaporte, pude contemplar a mi pequeño Angel, de pie en un rincón, silencioso y rígido.

Efusiva y entre lágrimas corrí a abrazarlo, mientras una extraña sensación de pánico iba deslizándose por mi cuerpo.

Claramente algo no estaba bien, pues acaba de regresar de su penoso entierro.

Negro

El pequeño cachorro crecía de manera «normal», pero pronto pude ver algo extraño en él. Primero fueron aves y pequeños roedores que aparecían mutilados en la puerta de la casa, luego gatos y hasta perros de talla pequeña. Siempre me consideré un amante de los perros, fue lo primero que me motivo a rescatar a Negro, el pequeño cachorro que encontré al costado de la carretera. Nunca imaginé que meses después me arrepentiría de no haberlo matarlo la noche que lo encontré. Hoy los vecinos llegaron a mi puerta. Pedían la cabeza de Negro. Creían que había matado a Tomás, el vecino de cinco años que había desaparecido. Si no sintiera cariño por ese maldito perro no tendría un niño enterrado en el patio trasero.

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Tras años de no verlo, la chica viajó a casa de su padre. Estaba nerviosa, no sabía si sería bien recibida.

Quedó atónita cuando llegó, pues el sitio estaba lleno de gente. Algunos lloraban y otros bebían café con la cabeza gacha.
Todos vestían de negro.
Tímidamente, la chica entró a la casa y vio un ataúd abierto. Se acercó sólo para encontrar el cadáver de su padre, con un traje oscuro y el rostro maquillado para contrarrestar la palidez.
De pronto, el hombre abrió los ojos y la miró con una horrorosa mueca de angustia.
Estiró la mano hacia ella, con la boca muy abierta, como si quisiera decir algo.

La chica le sonrió para tranquilizarlo. Lo tomó de la mano y le ayudó a levantarse.
—No te preocupes, papá. Ven conmigo, me da mucho gusto verte. No sabía que tanta gente asistiría.

Y entonces, la chica guio a su padre al mundo de los muertos, lugar del que ella venía.

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Sentado frente a la ofrenda, dije:
—Me alegra tu visita abuela. Este año ocurrió de todo. Mi esposa retomó sus clases de guitarra y participó en un concierto en la plaza. En marzo celebramos el cumpleaños de mi hijo y le regalamos un dinosaurio de peluche que le encantó. En abril los tres fuimos al zoológico y alimentamos a los elefantes. Y en agosto…
Bueno…

De pronto, sentí que la abuela me abrazaba y me daba un beso en la majilla.
—Gracias por estar aquí, abuela —le dije—. Debió ser cansado venir desde tu pueblo.
—No te preocupes, no quería que estuvieras solo en estas fechas —respondió ella—. La ofrenda nos quedó muy bonita, aunque, ¿Dónde está la guitarra y el peluche que mencionas? Creo que podemos agregarlos.

Y mientras yo iba a buscar dichos objetos, la abuela colocó más flores en el altar que le pusimos a mi esposa y a mi hijo.

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La niña se paró en puerta desde muy temprano. Tenía una enorme sonrisa, la emoción la dominaba.
Las horas avanzaron lento mientras ella se movía de un lado a otro. Su ánimo no disminuía a pesar de la espera.

La fría mañana se volvió tarde soleada, y luego esta, poco a poco, se ensombreció.
El sol se iba y ahora la niña lucía una cara larga, decepcionada, de ojos cristalinos.
Justo cuando se disponía a marcharse, notó que un taxi se detuvo al otro lado de la acera y vio bajar a un hombre alto y de barba al que ella conocía muy bien.
Eufórica, dio media vuelta y corrió con su madre.
—¡Mamá! ¡Mi papi llegó!
—¿Lo ves, amor? —contestó la mujer—. Te dije que confiaras en él.
El padre se acercó a paso cansado y silencioso. La niña no se contuvo y corrió a abrazarlo.
El hombre, como todos los demás en el lugar, colocó flores en las tumbas de sus dos difuntas.

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La abuela solía poner cartas de amor en la ofrenda.
En ellas escribía sobre el inmenso amor que tuvo por mi abuelo, esperando que él las leyera.

Era muy bonito, pensábamos todos, y fue algo que se repitió año con año… hasta el día en que el abuelo también murió.

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Mi esposo dijo palabras crueles.
—Eres una inútil, nunca encontrarás a nadie que te quiera.
Llena de coraje y lágrimas, le solté un golpe.
Él solamente se río con cinismo.

—No vales nada —continuó—. Eres un desperdicio, vas a morirte sola como un perro.

Le solté un golpe tras otro, pero sus insultos no se detenían. Mi puño se estampaba furioso contra su cabeza mientras mis mejillas se seguían mojando.

La gente en el autobús no dejaba de mirarme.
Por fortuna, nadie había notado que mi mochila goteaba sangre, pero les parecía extraño que la golpeara continuamente.

Debo llegar rápido al basurero.

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Todas las noches mi padre se mete a mi cuarto. Escucho sus pasos crujiendo contra la madera. Camina a oscuras hasta mi cama y se sienta en la orilla del colchón. No me dice nada, sólo se queda ahí sentada en las sombras, con su gélido silencio.

Me dan ganas de llorar y entonces mi garganta se abre.
—¡Mamá! —grito para que ella venga, pero nunca lo hace, nunca viene, creo que ni siquiera me escucha.

Quiero mucho a mi padre, pero ojalá mamá también viniera a visitarme. Ella no se atreve a pisar mi cuarto desde el día de mi funeral.
Mi padre es el único que sigue sintiendo mi presencia.

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La ciudad se llenó de zombis en una sola tarde.

Todos corríamos. Mi novio iba adelante de mí, y yo trataba de seguirle el paso, pero mis piernas no eran tan veloces. La distancia entre los dos se extendía a cada segundo.

Él se alejaba, me dejaba sola, su silueta se volvía cada vez más y más pequeña.

De pronto, algo lo hizo tropezar y cayó al suelo.
Fue ahí donde finalmente lo alcancé, y di la primera mordida.

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—Esquizofrenia. En realidad, uno de los casos más célebres de esta clínica.
—¿Se refiere a esa niña? Pero se ve muy inocente.
—Créeme, no lo es. Asesinó a su abuela brutalmente con un hacha.
—¿En serio? ¿Y al menos dijo por qué?
—Bueno, repetía una y otra vez que su abuela era en realidad un lobo disfrazado. Todo ocurrió en una cabaña en medio del bosque.

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Veo a mi novia
y sonrío sin darme cuenta.

Soy un idiota,
debo reprimir esa sonrisa,
debo disimularla a como dé lugar.

No quiero
que el detective y el forense
empiecen a sospechar de mí.

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Desde su columpio, la chica hablaba con la luna.
—¿Por qué mi madre siempre me golpea? —preguntó.
—Porque le recuerdas a tu padre —dijo la luna.
—¿Por mis ojos?
—No…, porque tampoco la amas.

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El cortejo fúnebre le seguía el paso a una camioneta negra. Todos lloraban por la muerte de aquel hombre.

Sin embargo, hasta atrás de la fila, caminaba una mujer que no dejaba de sonreír.

Un hombre se le acercó con curiosidad.
—Disculpe, ¿usted qué era del difunto?
—Soy su esposa —respondió la mujer.
—¿Su esposa? ¿Y no le parece una falta de respeto sonreír en estos momentos?
—Sonrío porque después del sepelio pienso reunirme con mi marido.
—¡¿Cómo dice?! ¿Ósea que piensa usted quitarse la vida?
—¿Quitarme la vida? No, para nada… Yo morí hace un año.

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—¿Qué es eso? —preguntó el niño.
—Es un instrumento —respondió el hermano mayor—, un instrumento para cambiar la realidad.
—¿Puedo usarlo?
—No, no puedes —dijo el hermano mayor con su acostumbrado tono amargo—. Es para mí.

El niño se molestó y se fue con sus padres a acusarlo; pero antes de llegar con ellos, se escuchó un disparo en el cuarto de su hermano.

El instrumento había sido utilizado. La realidad cambió mucho desde entonces.

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—Gracias por venir, señora Ramos.
—¿Qué sucede, profesora? ¿Mi hijo se portó mal?
—No exactamente. Verá, se trata de una de sus tareas. Un cuento para ser precisos.
—¿Un cuento?
—Así es. Se trata de un cuento sumamente perturbador, donde hay asesinatos, muerte, depravación y escenas horrendas. Es por eso que la llamé.
—Lo lamento mucho, profesora. Es solo que, tras el divorcio, mi hijo se ha vuelto algo difícil, seguro usted entiende. Me cuesta trabajo hacer que cumpla con sus tareas y, debo admitirlo, a veces las hago por él…

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Sara se levantó de madrugada para ir al baño.
Cuando volvía a la cama una imagen perturbadora la sobresaltó: el viejo muñeco de su hijo se hallaba en el pasillo, caminando solo. Su silueta se movía toscamente, sus pasos eran lentos y pesados.

Sara soltó un pequeño grito de espanto pero luego se recompuso y avanzó hacia el muñeco. Lo levantó despacio, fascinada. Sonrió con emoción cuando el juguete le habló:
—Ya no más, por favor. Duele mucho.

La mujer convencida de que podría traer a su hijo de vuelta a la vida, ignoró la petición del muñeco y lo llevó a la sala.
—Está funcionando. Estoy muy cerca de lograrlo —dijo, mientras encendía de nuevo las veladoras del suelo y ensayaba el conjuro por enésima vez.

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Falsas telarañas y calabazas, iluminadas por pequeñas velas, adornaban las calles desiertas.
Carteles de los niños perdidos el Halloween pasado danzaban con el viento.
Una mueca se dibujó en mi rostro, advirtiendo las infantiles risotadas de mis próximas víctimas.