Ella se recostó en la cama, acariciada por el sol de un atardecer que se moría.
Cerró los ojos y el sueño la sedujo.
Sonidos grotescos la despertaron al anochecer. Gruñidos y arañazos que llegaban desde el exterior. Ella miró por las ventanas y descubrió una horda de muertos alrededor de su choza de madera, estampándose contra las paredes y cristales, intentando entrar, rugiendo enloquecidos.
Entonces se levantó rápidamente y se puso una bata mientras aquellos gritos bestiales se filtraban por cada rendija. Apresurada, corrió hacia la puerta y la abrió de golpe.
—¡Ya, ya tranquilícense, maldita sea! Sólo me quedé dormida un rato, ¿está bien?
Los muertos se calmaron y empezaron a seguirla en silencio.
De su bata negra, la muerte sacó una flor y comenzó a masticar unos pétalos de cempasúchil. Todo esto, mientras guiaba a los difuntos hacia el mundo de los vivos para realizar su visita anual.