Con las pupilas inundadas y sin siquiera conseguir librarme de ese nudo gordiano, Mefistófeles se descubre ante mí, cuasi sumiso, demandándome bailotear con él por toda la eternidad…
Y allí, entre los fogonazos del mismísimo averno, intento implorar una insignificante absolución, un fragmento de clemencia, pero Lucifer emite una infame carcajada, avivando el ardiente desconsuelo por todo el lugar.
Las penumbras disuelven mis esperanzas y el suave aroma a azufre penetra mis poros, procurando mimetizar mi alma entre la negrura cegadora.
Incompleto, arrebatado, me apresuro gimoteando hacia el abismo, mientras el preludio de la inmortal congoja pretende cazarme.
Arrojo mis aullidos embotellados, envueltos en hielo y sangre, al insondable mar escarlata, ciñendo mis dientes, arropado por el caliente frío que emanaba aquella salamanca.
Desperté. El sudor se filtraba entre las sábanas. Las llamas acorralaban la habitación y el lamento brotaba de mis ojos. Abrazando a la almohada solo persistía una implícita interrogante…
¿Será él quien logre salvarme?