II

Con las pupilas inundadas y sin siquiera conseguir librarme de ese nudo gordiano, Mefistófeles se descubre ante mí, cuasi sumiso, demandándome bailotear con él por toda la eternidad…

Y allí, entre los fogonazos del mismísimo averno, intento implorar una insignificante absolución, un fragmento de clemencia, pero Lucifer emite una infame carcajada, avivando el ardiente desconsuelo por todo el lugar.

Las penumbras disuelven mis esperanzas y el suave aroma a azufre penetra mis poros, procurando mimetizar mi alma entre la negrura cegadora.

Incompleto, arrebatado, me apresuro gimoteando hacia el abismo, mientras el preludio de la inmortal congoja pretende cazarme.

Arrojo mis aullidos embotellados, envueltos en hielo y sangre, al insondable mar escarlata, ciñendo mis dientes, arropado por el caliente frío que emanaba aquella salamanca.

Desperté. El sudor se filtraba entre las sábanas. Las llamas acorralaban la habitación y el lamento brotaba de mis ojos. Abrazando a la almohada solo persistía una implícita interrogante…

¿Será él quien logre salvarme?

I

¿Será?

¿Será quién logre, de una vez por todas, remover la tortura?

¿Podrá besar mis heridas, arropar mis cicatrices y sangrar a mi lado?

¿Podrá combinar, coordinar, acoplar, unificar mis arcángeles y demonios?

Pensaba en tranquilidad, con los ojos cerrados observando el firmamento estrellado.

Una brisa sosegada irrumpió el lugar y detrás del revoloteo de una pequeña mariposa, conseguí contemplar tu presencia, camuflada en una sonrisa inquieta, unas diminutas pecas cinceladas en tu delicada nariz y una mirada ardiente por la que fui capaz de sucumbir incontables veces.

Mis labios parecían evocar memorias de antiguos pesares, y, en un estruendoso silencio, tu boca buscó abrigo en la mía, desencadenando el mayor placer que había degustado jamás.

Y así, con el luminoso follaje envolviéndonos y los zorzales vibrando con su cántico, luego de un suave parpadeo, pude divisar nuestro eterno desencuentro, la estoica despedida de siempre, acompañada, esta vez, de alguien más.

Con las pupilas inundadas y sin siquiera conseguir librarme de ese nudo gordiano, Mefistófeles se descubre ante mí, cuasi sumiso, demandando bailotear con él por toda la eternidad…

Entreabrí mis húmedos ojos, sintiendo la ausencia misma, extrañamente calmo, puesto que, al menos en aquella utopía, pude sentir sus labios una vez más.

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—¿Estaré muerto?—. Supuse agotado, con rugidos profundos y la mirada inflamada, sin lograr advertir las horas o años transcurridos desde el último crepúsculo.

Me hallaba enredado entre sollozos y migajas de somníferos, palpando una grieta dilatada en mitad del cuello, un nudo en la garganta.

Sumergido en la bruma, logré alzarme entre los inmensos relojes de madera, congelados en el mismo instante, en ese preciso momento, cuando un frío infernal procuró mi abrigo y gruñidos de un averno propio, como un coro celestial, comenzaron a guiarme.

Un gran olmo apareció entre la negrura y los suaves chillidos pretendían persuadirme, seducirme, convencerme de que, entre sus ramas y tallos, flameando a unos centímetros del suelo, descubriría el remedio, mi salvación extraviada.

Una sirena espectral comenzó a impactar en mis oídos, con el llanto de mis padres, o al menos el de uno de ellos, perforando mi espíritu.

El eclipse inició su final, reintegrándome a mi nicho, despidiéndome del sol, estrechando entre mis brazos a esa dulce depresión.

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El aroma de las flores había conquistado el funesto sitio, mientras ella, deliciosamente despojada de sus ropas, me acechaba silente, con su lasciva mirada ardiente y su rozagante figura, que relucía ante la templada luz de las velas.

No mentiré: estaba bastante nervioso. Tanto que incluso podría jurar que oí su suave voz, suplicando, en el instante en que cerré el portón de la morgue.

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Salomé volvió la cabeza, primero hacia un lado y luego hacia el otro. Algo faltaba en el cuadro.

Tomó un pequeño frasco y apoyó el pincel sobre la paleta. Descendió las escaleras hacia el oscuro sótano donde su víctima la aguardaba temerosa. El bisturí hizo lo suyo y, entre los gritos de su ex marido, la sangre escarlata brotó de sus venas, manchando su ajado delantal.

Regresó a su taller y, tras las últimas pinceladas, sonrió, notando ahora sí que el infierno nunca se había visto más hermoso.

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Tras nuestra truculenta ruptura, mi ex novia se quedó con mi perro, y a diario le ofrece comida envenenada.
Él, tan listo como es, se ha negado a probar bocado durante días, pero hoy, para mi sorpresa, ha lamido el último filete que ella le acercó.

Me entristece saber que va a morir. Primero me llena de ternura que haya reconocido la mejilla de su antiguo dueño.

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Las calles del pueblo se llenaron de niños disfrazados, los cuales, emocionados y alegres, tocaban de puerta en puerta pidiendo dulces.
Cleotilde, la anciana cascarrabias, solo les abría para golpearlos con un palo o arrojarles agua, mojando y arruinando los disfraces que los niños vestían con tanta ilusión.
Se reía maliciosamente mientras los veía alejarse llorando.

Después de un buen rato sin visitas, la puerta sonó nuevamente. La anciana tomó su palo, el cual estaba listo para otra ronda. Al abrir se encontró con una niña que parecía no llevar disfraz, sólo un vestido y unos zapatos nada peculiares. Cleotilde arqueó una ceja con desdén, antes de hablarle a la pequeña con su voz dura.
—Y tú… ¿Ni siquiera te tomaste la molestia de disfrazarte?
—Claro que sí, vengo disfrazada de niña, ¿no lo ves? —respondió la muerte.

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Lilian se revolcaba con su amante, así que preparé mi arma y me dirigí al lugar.
Entré al departamento de forma sigilosa y escuché los sonidos propios de la más intensa lujuria, provenientes de la recamara.
El arma en mis manos ansiaba ser usada.

Entré al cuarto y pude ver a Lilian encima de un hombre con rostro lascivo y sonriente.
—¡Carajo! —dije con desconcierto—. Creo que llegué temprano.

Apenas terminé mi frase, alguien abrió abruptamente la puerta. Se trataba de un anciano débil e iluso, el cual quedó devastado al ver a su joven y reciente esposa, en pleno acto con su amante.

Cuando vi que el anciano se llevaba una mano al pecho, aproveché para blandir mi guadaña y atravesarle el cuerpo.
Lilian y su amante palidecieron asustados al ver que el anciano caía muerto

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Te esperé en aquel sitio, ese por el que ya no me atrevo a pasar.

Estaba ansioso por volver a verte. En ese entonces tú eras el amor de mi vida; no sabes cuánto duele decir la palabra «eras» en esa oración.

Me rompiste el corazón aquella tarde, pues no acudiste a ese reencuentro que yo tanto esperaba. De hecho, jamás te volví a ver.

Quise llorar… Admito que lo hice y no me da vergüenza. Esa misma tarde alguien más se me acercó. Una mujer cuya sonrisa recuerdo más que la tuya.
—¿Estás bien, niño? —me preguntó, luciendo su uniforme de oficial—. ¿Qué haces solo en esta estación?
—Yo… estoy esperando a mi madre —solté entre lágrimas—. Dijo que venía enseguida.

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La cabaña se tambaleaba como si una gigantesca bestia la soplara. Golpes estrepitosos sonaban en la puerta, la cual estaba a punto de caerse.
—¡Es el lobo! ¡Es el lobo! —gritó el mas joven de los tres asustados cerdos.

El mayor tomó un hacha, dispuesto a defender a sus hermanos. Sin embargo, cuando la puerta cayó, su cruel adversario entró con una sonrisa sardónica y macabra, y ni siquiera les dio tiempo de reaccionar. Los tres hermanos terminaron muertos.

El viento seguía soplando fuerte cuando Arturo Lobo Martínez salió de la cabaña. Con tres balas, había acabado con los cerdos que le quitaron la vida a su esposa.

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Él entró de madrugada, sigiloso y en completo silencio.
Se acercó a Mariana, la cual dormía sobre su cama con tan solo una ligera bata.
Comenzó explorar su cuerpo, recorriendo lentamente sus piernas y caderas hasta llegar a su pecho.
No soporté ver cómo la tocaba mientras ella dormía tan apacible.
Enfurecí, exploté en celos, así que igual de cauteloso que él, aparecí de la nada para romperle el cuello al intruso.

El alboroto hizo que Mariana despertara.
Encendió rápido la luz y soltó un grito estrepitoso.

—¡Qué asco! ¡Gul, llévate esa rata de aquí! ¡Largo!

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Aguanté sus golpes porque lo amaba.
Soporté sus humillaciones durante años, escuchando sus gritos en silencio cuando la comida no le gustaba.

Hasta que un día, burlándose en mi cara, él se fue a vivir con otra mujer, una mucho más joven que yo, con la que ya esperaba un hijo.
Lloré amargamente su abandono, mientras los moretones se iban desvaneciendo de mi rostro conforme pasaban los días.

Un par de meses después supe que lo acribillaron en la calle, pues a alguien no le gustó que tratase a aquella mujer igual que a mí.
Fui la única que acudió a su entierro, y ahí, parada frente a su ataúd, le dije que lo amaba, y que siempre lo amaría.
Después de todo, una madre nunca deja de querer a su hijo.

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Acaricié tiernamente a Max mientras esperábamos la llegada del veterinario. Sus gemidos y ojos llorosos me rompían el corazón.
Corrí a la puerta en cuanto escuché el timbre. El veterinario entró, y yo le expliqué la situación actual. Él empezó a atender a Max mientras yo daba vueltas por el cuarto, esperando que lo salvara. Sin embargo, tras un largo rato de atenciones, Max cerró los ojos lentamente y abandonó este mundo.

—Lo siento, Laura —me dijo mi antiguo compañero del colegio—. Hico lo que pude pero no soy doctor, sabes que sólo soy veterinario.
—Por favor —le supliqué, aún con el rostro hinchado por lo golpes—, ayúdame a deshacerme del cadáver. Ya te dije que todo fue en defensa propia.

Él tras muchos titubeos, aceptó. Entonces cargamos a Maximiliano, mi esposo apuñalado, y lo metimos a la camioneta. El veterinario y yo condujimos hacia el bosque, a través de la madrugada

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—¡Mami! ¡Mami! ¿Puedo comerme los dulces y el pan antes que la sopa? ¡Anda, por favor! Prometo que me acabaré todo.
—Sí —respondió la madre llorando desde su cama.

Era de madrugada y la voz de su hijo provenía de la ofrenda detrás de ella.

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—¿Cómo? ¿No tienes coche?
—Bueno, la verdad no —dijo él, tímido y apenado—, pero tengo bicicleta, quizá podríamos…
—Olvídalo, esto no va a funcionar. Sólo me interesan los hombres con coche —dijo la fantasmal chica de la curva.

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Al entrar al cuarto, mi moribundo padre levantó la cabeza y estiró la mano hacia mí. Los presentes se sorprendieron por aquel desplante de energía, considerando su estado.

—Arturo… Has llegado —balbuceó—. Solo te esperaba a ti. Quiero que sepas de fuiste mi mayor orgullo, lo más importante para este viejo. Me voy tranquilo sabiendo que te convertiste en el hombre que soñé que fueras. Me siento orgulloso de tus logros y de todo lo que creaste.

Y así, con mi mano entre la suya, mi padre se fue desvaneciendo hasta que ya no tuvo pulso. Solté una lágrima y tensé la mandíbula para fingir calma.
Los presentes, al igual que yo, sabían que mi padre me había confundido con mi hermano.

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Tuvo un arranque de ira en la escuela y el video se popularizó en redes sociales.

Esto fastidió su existencia, pues, desde entonces mucha gente acude al sitio, para captar otro video del famoso fantasma del colegio abandonado.

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Mi esposo lleva un par de semanas en cama; no habla, no come, apenas se mueve.
Yo lo miro afligida, con ganas de llorar. Mi hijo llega jugando por el pasillo y se detiene ante la puerta para ver a su padre.
—¿Cuándo se va a morir papá? —me pregunta sin ningún tipo de tacto. Yo enfurezco, siento ganas de gritarle, de jalarle la oreja para reprenderlo; pero en vez de eso, me contengo y le sonrío cálidamente.
—Dentro de muchos años, ya lo verás.
En algún momento se levantará de la cama. En algún momento volverá a probar bocado y a sonreír… En algún momento superará nuestra muerte.
—¿Falta mucho para que sea como nosotros?
—Eso espero, mi amor —le respondo con sinceridad.

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La muñeca favorita de mi hija se ríe por las noches. La escucho correr en su cuarto cuando todas las luces están apagadas. Rasguña la puerta mientras murmura de forma siniestra.

Le he preguntado de dónde la sacó, y la niña me ha dicho que una anciana se la regaló en el parque, cuando yo platicaba con una amiga. A veces siento que la muñeca me mira, como si se burlara o me reclamara algo. Estoy segura de que se mueve de sitio, no lo estoy imaginando, no estoy enloqueciendo.

No sé qué pensar. La muñeca me aterra, pero no me decido a tirarla porque, desde que llegó, mi nuevo esposo está tan asustado que ya no se levanta por las noches, cuando piensa que estoy dormida, para irse a meter al cuarto de mi hija

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Angel colocó flores en una tumba. Su cara seria ocultaba tristeza. Encendió una veladora y soltó un «te extraño».

Cuando giró la cabeza, lo sorprendió un rostro conocido, uno que no pensó volver a ver. Era Liliana, la mujer a la que amó. La miró en silencio, sin saber cómo reaccionar, sin saber qué decir. Recuerdos acudieron a su mente, todo lo que habían vivido, todo lo que los unió.
—Hola, Angel —le dijo ella—. No pensé que vendrías.

El hombre luchó contra el llanto hasta que este lo venció. Entonces ambos, Angel y Lilian, se abrazaron, a pesar de llevar tiempo divorciados.
Las veladoras tiritaban sobre la tumba de su hija.

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Es mi fiesta de cumpleaños: hoy por fin cumplo ocho.
Mi mejor amigo Luis ha venido a jugar conmigo; lo trajeron sus padres.

Sin embargo, en la fiesta hay una anciana que no deja de mirarme. No la conozco, me pone muy nervioso. Me sonríe, pero yo sigo jugando sin hacerle caso. En cierto momento, la anciana y yo nos quedamos solos. Ella aprovechó para acercarse y me dio un beso que aterrizó casi en la boca. Esto me incomodó demasiado y empecé a llorar.

Por fortuna, mi amigo Luis vino para interrumpir la escena. Me jaló del pantalón mientras alzaba la cabeza.
—¡Ven abuelito! Mi papá ya te trajo tu pastel —giró para ver a la anciana—. Oye, abuelita, ¿hay cucharas?

Tres cuentos a Leonora

Ay de mí, Leonora. Ay de mí que he bebido de tu sangre. Pobre de mí, que ahora te veo apenas cierro mis ojos con tu cabello negro y ojos pequeños. Ay de mí, porque tu cuerpo retoza en mis brazos, frío, quieto. ¿Qué será de mí si no te bebo de nuevo?

Leonora se sentó en la mesedora. Ahí estaba ella, tan hermosa como siempre. Tan deslumbrante, tan sonriente. Ahí estaba ella viéndome dormir meciéndose con ese vestido blanco que tanto le gustaba. Ahí estaba ella, tan viva como antes de morir.

No me preguntes si te amo, Leonora. No me preguntes por qué. No lo preguntes, sólo lo sé. No me preguntes si te amo, Leonora. Porque es lo único que tengo por seguro en esta vida y lo único que me llevaré en mi muerte, mi amor.

El beso de la duquesa

Su beso fue suave, cálido. Cuando la duquesa arrancó los labios de aquel muchacho fue violento, sangriento. Lo último que vio su víctima antes de desmayarse a causa del dolor y terror, fue unos ojos inyectados de escarlata y dientes como agujas que le sonreían.

El juguete

El juguete favorito de mi pequeño hermano era un espeluznante y desgastado simio parlanchín con traje de organillero encontrado en una venta de segunda mano. A veces afirmaba que el horrible objeto le invitaba a los lugares más ocultos de la casa, y aunque a nosotros siempre nos pareció una manera perturbadora de llamar la atención creímos que pasaría en un año o dos. Un día mientras buscaba mi sudadera favorita logré escuchar a mi hermano hablando solo bajo la escalera. Mi primer sorpresa fue encontrarlo junto a ese horrible muñeco sucio y carcomido por el tiempo y mi sudadera favorita. Lo reprimí diciéndole que ese apestoso muñeco de frases pregrabadas terminaría en la basura.
Mientras lo dejaba solo lo escuché susurrar al muñeco «no te enojes con él» y presionar el botón de sus tontas frases automáticas para decír en otro susurro de una voz chillona, como de un viejo de pocos dientes: «Yo espero en la oscuridad». Lo que me pareció extremadamente extraño y desagradable…
Fui a mi habitación y al no dejar de pensar en la extraña frase tome mi teléfono y busqué información sobre el muñeco. Imaginarán mi segunda sorpresa cuando entre sus características encontré que todos los modelos, que no se fabricaban desde hace años, tenían sólo tres frases programadas: «Hola, amigo», «Estoy muy feliz» y «Juega conmigo»…

Nunca vuelvas

Ese pueblo maldito, al que juré jamas volver seguía ahí esa tarde calurosa de abril. Tan decadente como siempre. La podredumbre aún podía sentirse en el aire como el día que me fui. Había un olor muerto ahí, algo que intoxicaba los pulmones y el espíritu por igual. El calor sofocante sólo acentuaba el inconfundible olor a mierda que se arrastraba por las calles, por las escalinatas, por debajo de tu ropa, entre los dedos y las fosas nasales. Ese pueblo maldito parecía susurrarte algo en un idioma prehistórico, demoniaco. Como si el terror ancestral que habitaba en sus entrañas te llamara, te hipnotizara, era algo que se asomaba por los agujeros de mina y las alcantarillas. Había algo en ese lugar, algo que te chupaba el alma y las ganas de vivir. Que te amarillaba los dientes, que tiraba tu cabello por mechones. La vida en aquel pueblo no era vida, sino la antesala de la muerte y ahí estaba, esperándome de nuevo… cuando volví un sábado. 

Al despertar

Cuando abrí los ojos el ser repugnante se encontraba ahí, en aquel rincón oscuro de mi habitación, observándome. Podía sentir su mirada fría y atenta sobre mí. No podía ver su horrendo cuerpo entre las tinieblas de la noche, pero de alguna manera sabía que sonreía, se balanceaba de un lado a otro refugiado en el mismo rincón desde el que me observaba durmiendo noches atrás. En el silencio de esa noche pude escuchar su respiración, calmada, apacible, como la de una fiera que asecha a su presa segundos antes de saltarle encima. Sus ojos reflejaban la tenue luz de la Luna llena que entraba por la ventana. Ahí estaba, sacado de mis pesadillas, observándome nuevamente sin parpadear…