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La venida estaba escrita desde el inicio de los tiempos.

En cuanto el sol desprendió un radiante y cálido halo, la tierra describió la paz.

Las dolencias, afecciones y enfermedades… todo fue sanado.

La bonanza reinó durante los días posteriores, hasta el séptimo, cuando los arcángeles descendieron.

Extendieron sus manos y, mientras los volcanes erupcionaban alrededor, inició la cacería.

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Tras un violento aleteo, bajo la saturada luna, conseguimos fugarnos del gentío.

Los cadáveres de las velas irradiaban la lúgubre habitación, mientras los últimos trozos de cordura se esfumaban.

En cuanto la muchedumbre iracunda irrumpió al castillo, nuestros mordisqueados cuellos derrocharon las gotas rojizas finales.

La lumbre no dilató en atracar y allí, yaciendo en el ataúd, con la mirada encendida, aguardamos el apremiante final.

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Ejecuté un tajo profundo que abrió al instante la garganta de Sofía.

Logré ver, entonces, sus aterrados ojos verdes, mientras se ahogaba en su propia sangre.

La policía no demoró demasiado en presentarse. El amable oficial se acercó hasta el sofá, donde me encontraba disimulando, alumbrado únicamente por una sucia y vieja lámpara.

Cauteloso, acarició mi peludo y gris lomo, murmurando que era el gato más hermoso que él haya visto jamás.

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La locura rondaba mi cabeza, no podía sostener ya tanta presión. Me estaba quedando sordo del dolor; tantas respuestas, ¿para qué? Ese reflejo en mi recuerdo continuaba atormentándome.

Mi cuerpo cuasi inmóvil había detenido su lucha hace rato, acompañado solo por el funesto silencio, calado en un agotado llanto.

A lo lejos, el viejo guardián deambulaba con su linterna mientras mis despojos procuraban recobrar la cordura, al advertir que el oxígeno del ataúd seguía consumiéndose.

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Mi cordura comenzaba a estropearse en cuanto giré el picaporte.

La habitación era una réplica exacta a la anterior, y a la anterior, y a la anterior.

Solo un detalle era distinto: los niños comenzaban a acercarse cada vez más…

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Luego de tumbar al monje y en cuanto traspasé el umbral de la húmeda cripta, pude advertir la silueta del niño encadenado, quien continuaba sollozando por ayuda.

—No es lo que crees…  —farfulló el religioso, quien había conseguido alcanzarme algunos segundos después.

La infantil figura incrementó su tamaño y, mientras exhibía sus torturadas alas, lanzó una gutural y perversa risotada que hizo eco por todo el monasterio.

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Inquieta desperté, cuando la luna escarlata traspasó los vitrales y empapó el gélido sitio.

Los santos gastados, ocultos bajo mantos negros, temblaban al son del profano cántico que la nuda secta efectuaba.

La quietud de la capilla fue liquidada por el bufido de la amorfa bestia, quien reclamaba su infantil ofrenda.

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Salomé volvió la cabeza, primero hacia un lado y luego hacia el otro. Algo faltaba en el cuadro.

Regresó a su taller y, tras las últimas pinceladas, sonrió, notando ahora sí que el infierno nunca se había visto más hermoso.

Tomó un pequeño frasco y apoyó el pincel sobre la paleta. Descendió las escaleras hacia el oscuro sótano donde su víctima la aguardaba temerosa. El bisturí hizo lo suyo y, entre los gritos de su ex marido, la sangre escarlata brotó de sus venas, manchando su ajado delantal.

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No podría asegurar si estaba del todo consciente.

Me encontraba en medio del espeso bosque, tiritando de pavor, con suaves rayos de sol que apenas podían llegar a mí entre tantas ramas espinosas. Aunque no recordaba nada, estaba seguro de que había estado caminando durante varias horas, pues mi figura estaba agotada, casi muerta.

No lograba ver ningún sendero cercano, por lo que tampoco sabía cómo había llegado hasta allí.

Una melodía estrepitosa inició de repente; se oía entre los arbustos del lugar. Podía escuchar, a demás, algunas voces susurrando, junto a un fuerte olor a azufre y a carne en descomposición.

Sin darme cuenta, me hallaba al final del trayecto, frente a una enorme fogata encendida, rodeada de lo que parecían huesos humanos.

Las sombras burlonas comenzaron a encerrarme, mientras pude notar, en lo alto de un barranco, al demonio haciéndose presente, con un cuerpo inmóvil a sus pies, deseoso de empezar el ritual.

La hoguera se avivó de repente y, con la oscuridad invadiéndolo todo, mis memorias fueron devueltas.

El temor comenzó a desvanecerse, recordando entonces que era yo, y nadie más que yo, quien quería entregar mi alma al profundo averno… para toda la eternidad.

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Y ahí estaba, en lo alto, observando por la ventana desde el altillo de nuestra casa. Veía a los niños jugar en las calles empedradas, como siempre, como en los últimos años. Los miraba con tristeza, pues sabía que, aunque lo intentara, no podía salir de día. Mi madre decía que a medida que creciera, mi piel se acostumbraría a los rayos del sol, pero por el momento, a mis jóvenes 99 años, solo podía asomarme tímidamente entre las cortinas, anhelando ser libre.

Mi padre siempre estaba volando de una ciudad a otra, buscando un lugar donde nos aceptaran, pero el tiempo seguía pasando y la esperanza de una vida mejor se desvanecía como sangre entre mis dedos. Desde pequeño sabía que no era como el resto, y eso me había preocupado siempre. No podía salir durante el día, y durante la noche no me lo permitían, pues mi madre pensaba que los humanos podrían hacerme daño. Yo nunca creí que fueran tan malos. Se parecían un poco a nosotros, al menos…

Aquel día lo recuerdo muy bien. Mi padre había regresado hacía unas semanas por mi cumpleaños número 100. Mi madre me había estado preparando para aquel gran acontecimiento que, según ella, transformaría por completo mi vida. Después de la cena, mi padre me pidió que lo acompañara y, al subir por las escaleras del patio trasero, un sudor frío recorrió mi espalda.

Me llevó al alto techo, caminando como si no le importara estar a varios metros del suelo. Me dio unas últimas indicaciones y me informó que era hora. Las campanadas de la vieja iglesia de la cuadra acompañaban aquella escena. Respiré profundo. Mi cuerpo temblaba, pero sabía que tenía que hacerlo. Mi madre me alentaba desde abajo, y mi padre me dio una palmada en la espalda, como haciéndome saber que todo iría bien.

Una brisa despeinó mi negro cabello y entonces sucedió. Me dejé caer desde lo alto, mientras mis gritos espantaban a más de un vecino. Un cosquilleo me invadió, y sentía cómo mis brazos se convertían en negras alas, mientras mi cuerpo se encogía cada vez más. Me impulsé hacia arriba, logrando ver la gran luna llena que nos iluminaba y fue allí que, por primera vez en años, me sentí en completa libertad.

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Las oscuras siluetas se paseaban por el corredor, mientras las luces tintineaban al ritmo de la dulce melodía navideña. El sonido del escape de los ladrones llegó hasta mi habitación, así que me apresuré a verificar si mi hija estaba a salvo.

Para mi alivio, la encontré plácidamente dormida, amordazada y maniatada, tal como la había dejado.

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La ansiedad se apoderaba de mí mientras esperaba que disfrutara del pastel que le preparé para su cumpleaños. Sin embargo, mi decepción creció al quitarle el bozal, ya que continuó sollozando, anhelando regresar con sus padres.

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Al abrir el barril, el olor putrefacto invadió el galpón. Sumergidos en un líquido oscuro, los brazos de las víctimas flotaban como espectros. Escuché la perturbadora risa del detective detrás de mí. Antes de reaccionar, un fuerte golpe me derribó al suelo, confundido y aturdido en la oscuridad.

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Mis ojos no podían apartarse de él. En el oscuro rincón, encorvado hasta rozar las vigas de madera, sus escuálidos brazos concluían en punzantes garras que arañaban el suelo. Silencioso y sombrío, exhibía una enorme sonrisa rebosante de dientes astillados y puntiagudos. Intenté advertirle, pero ella continuaba durmiendo y mis angustiados maullidos solo hacían eco en nuestra habitación.

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Luego de las medicinas que me había dado la cuidadora la noche anterior, desperté aturdido.

Mi sorpresa fue enorme al ver a los niños perdidos en un rincón, señalando mi cuerpo frío en la camilla del orfanato.

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—Entonces, ¿cómo lo hacía?—. Preguntó indiscreto el periodista.

—Era muy sencillo, de hecho. Antes de terminar mi acto, convencía a algún niño para que me acompañara hasta la camioneta, prometiéndole globos y golosinas. Los padres, por lo general, estaban inmersos en sus asuntos, bebiendo, por lo que facilitaban aún más todo.

En cuanto llegábamos, buscaba un paño con cloroformo en mi bolsillo con el que los aturdía y, una vez débiles, los subía a la parte trasera y conducía hacia otro distrito. Así estuve durante más de un año…— Relaté calmado, mientras el silencio podía oírse en el pasillo del penal.

«Después de todo, ¿Quién sospecharía de un payaso?», sentencié.

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Desesperado por los gritos de mi esposa desaparecida, decidí salir de la guarida y adentrarme en la opresiva oscuridad, sin saber que el monstruo podía imitar perfectamente cualquier sonido existente.