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La niña se paró en puerta desde muy temprano. Tenía una enorme sonrisa, la emoción la dominaba.
Las horas avanzaron lento mientras ella se movía de un lado a otro. Su ánimo no disminuía a pesar de la espera.

La fría mañana se volvió tarde soleada, y luego esta, poco a poco, se ensombreció.
El sol se iba y ahora la niña lucía una cara larga, decepcionada, de ojos cristalinos.
Justo cuando se disponía a marcharse, notó que un taxi se detuvo al otro lado de la acera y vio bajar a un hombre alto y de barba al que ella conocía muy bien.
Eufórica, dio media vuelta y corrió con su madre.
—¡Mamá! ¡Mi papi llegó!
—¿Lo ves, amor? —contestó la mujer—. Te dije que confiaras en él.
El padre se acercó a paso cansado y silencioso. La niña no se contuvo y corrió a abrazarlo.
El hombre, como todos los demás en el lugar, colocó flores en las tumbas de sus dos difuntas.

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