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—Entonces, ¿cómo lo hacía?—. Preguntó indiscreto el periodista.

—Era muy sencillo, de hecho. Antes de terminar mi acto, convencía a algún niño para que me acompañara hasta la camioneta, prometiéndole globos y golosinas. Los padres, por lo general, estaban inmersos en sus asuntos, bebiendo, por lo que facilitaban aún más todo.

En cuanto llegábamos, buscaba un paño con cloroformo en mi bolsillo con el que los aturdía y, una vez débiles, los subía a la parte trasera y conducía hacia otro distrito. Así estuve durante más de un año…— Relaté calmado, mientras el silencio podía oírse en el pasillo del penal.

«Después de todo, ¿Quién sospecharía de un payaso?», sentencié.

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